“La mujer, cuando el músico es un gran maestro, disfruta de ser tocada.”

Era la celebre frase de un para nada modesto hombre de procedencia latina, probablemente italiano a juzgar por su nombre.

Un peculiar personaje que al mirarlo permitía imaginárselo pintado, con rasgos meticulosamente pensados y librados al azar. Su aparente inocencia dejaba intuir que su éxito con las damas no era fruto único de su belleza sino también de su destreza. Cuando casi por casualidad se encontraba mirando una preciosa mujer, era prácticamente instantáneo su actuar al conducir a la dama por una serie de senderos de cinco carriles con agujeros rellenos o no. Su métrica cadencia al andar inducía a la mujer a un sueño temprano, intotal e incompleto. Hasta que abruptamente esta se despertaba tras el estrépito de un movimiento transversal cual el golpe de unos platillos en figuras blancas.

Toda esta novelesca y fantasiosa realidad estaba envuelta de una bruma indecible que nunca estaba. Salvo cuando el silencio de su corazón reinaba.

Es innegable la artificial apariencia de su apariencia.

Don Giovanni a veces se preguntaba por quien era. Llegando recursivamente a la conclusión de ser Don Giovanni. Sin mucha más complicación quedaba satisfecho por su espectacular respuesta.

Sin embargo su dilema lo abrumaba cuando se cuestionaba por su creador, no su padre, sino Él. Un Dios de cabellos falsos y blancos, que jamás había conocido y mágicamente reconocía en su propia voz. Las cosas que decía estaban condimentadas de una sonoridad sumamente poética. La determinación de la música que emanaba de su voz no le parecía ser una casualidad del destino sino una determinación de su esencia. Sentía propiamente suya una mágica correlación entre su danzante seducción y la música que, resonante en sus oídos, lo insertaba en aquel estado de ebriedad del que jamás había escuchado.

En los primeros días del mes de noviembre, siendo el año 1794, Don Giovanni se encontraba recorriendo los lúgubres pasillos de la por aquella época moderna biblioteca de Strahov cuando, en el segundo piso del claustro común, queda atónito ante el tercer anaquel del ala izquierda. El volumen que lo había perturbado de tal envergadura tenia trazado sobre un cartón recién cortado la frase “So macht’s jede. Ein scherzhaftes Singspiel ... In Musik gesetzt von Mozart”. Esa tan resonante palabra final con la que se cerraba el titulo de esta peculiar obra también se encontraba, repetida, sobre otra pieza muy cercana, quizás demasiado.



Bajo un impulso de lo más oculto toma con delicadeza el segundo libro vislumbrado, y descubre con encantador asombro que la palabra no forma parte del titulo sino del autor, del nombre del autor. Aquel nombre que iba y volvía desde el fondo de su tímpano hasta un afuera de atmósfera en libertad.

Envuelto en un manto invisible fabricado en una trama cerrada condicionada por la angustia y la desesperación, Don Giovanni descendió del entrepiso encontrándose frente a frente con un escritorio de finas figuras que lo invitaba a enfrentarse a la escalera del entrepiso. Recorrió meticulosamente cada uno de los quintos renglones de la obra maestra para que, sin dejar de ver de reojo, mientras miraba el libro, la escalera del entrepiso, terminara por cerrar el volumen imposible sin conseguir resultado mas que la mayor sensación de extrañamiento.

Recorrió el sendero de los fornidos robles fundido en su sueño inconcluso solo para llegar al final y no mirar atrás.
Sin mas magia que la del camino amaneció en el prado oliendo el rumor a roció temprano. Exasperado por la densidad del aroma decidió alejarse, otra vez, del suelo e incorporarse con lo que quedaba de sus maltratadas extremidades.

Nunca hubiera imaginado el movimiento que produciría en su cuerpo el poco calido nombre del nombre, el insalubre nombre de Él.

Decidido a acercarse a lo oscuro de la biblioteca. Debió retornar al empedrado en que los carros ruedan y saltan. Para eso debía, otra vez, transitar el sendero de los fornidos robles.

Sin querer ni necesitar mirar el punto uno del camino iniciado la noche anterior decidió sin decisión transitarlo de espaldas. Cabalgarlo en su mente como un jinete sin cabeza.

Postrado en el gigante e inservible portal de la biblioteca, Don Giovanni, permanece inmóvil, otra vez, con la vista fija en el punto de fuga al final de la calle perpendicular al sendero.

Al cabo de un tiempo inmensurable vislumbra a través de la neblina un figura que no venia de atrás ni del costado, ni de adelante ni del otro costado. Había aparecido, neblina mediante, en medio de la calle.

Comienzan entonces, Don Giovanni, a moverse tus extremidades.
Otra vez, el nombre del nombre ha movido tu cuerpo.
Sin embargo, ¡que casualidad!, fueron dos los pasos necesarios para reconocerlo.
La primer inversión, sentado de espaldas al muro contrario al anaquel del libro, logro que fuera la escalera La Mirada y no vosotros, posicionando a Él por encima de ti y no por detrás.
La segunda inversión, caminando de espaldas al punto uno del sendero, logro que Eso, el libro sagrado repleto de pentagramas ilegibles no fuese mirado, posicionando a Él por delante de ti y no por encima.

Es momento, Don Giovanni, que develes lo que ha sido develado.
Que te des cuenta que Él, tu Dios inmodificable es Wolfgang Amadeus Mozart.
Que Eso, tu libro sagrado, es la opera que porta tu nombre.

Y vosotros, Don Giovanni, no eres mas de lo que queda de un trazo imborrable, una obra de arte y un sujeto inmortal, ¡Don Giovanni!.

Copyright (c) 2007 Pablo Linietsky

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